Cuando a alguien se le atribuye una característica, normalmente negativa, es difícil quitarle ese “sambenito”. Eso pudo pensar Enrique IV, pues, habiendo pasado a la Historia como “el impotente”, parece evidente lo que muchos de sus contemporáneos pensaban acerca de su virilidad. Tras analizar don Gregorio Marañón hace casi un siglo los restos óseos de este monarca, este prestigioso doctor concluyó que este rey padecía diversas patologías, muchas de tipo urológico, entre las que destacaba la atrofia genital.
Juan II decidió casar a su adolescente hijo Enrique, heredero de la corona de Castilla, con la infanta Blanca de Navarra, la cual afirmó que, tras muchos años de matrimonio, seguía siendo virgen, pues su marido poseía un miembro inservible para consumar el acto sexual. Esta situación provocó que el matrimonio fuera declarado nulo en 1453. El obispo de Segovia llegó a afirmar que la incapacidad de Enrique se limitaba a su esposa y que era debida a un maleficio, pues varias prostitutas segovianas testificaron haber mantenido relaciones sexuales con el joven príncipe. En 1454 Enrique IV accedió al trono castellano y poco después se casó con Juana de Portugal con la que tendría una hija siete años después del matrimonio. La tardanza en la llegada de la esperada descendencia real, unida al negativo precedente del primer matrimonio, incrementó los rumores sobre la “disfunción eréctil” del rey.
Gregorio Marañón concluyó que Enrique IV padecía diversas patologías, entre otras atrofia genital
Algunas crónicas de la época recogen el intento de fecundar a la reina Juana mediante un arcaico sistema de fecundación “in vitro” realizado por médicos judíos que consistiría en hacer llegar el semen del rey hasta los ovarios de su esposa a través de una cánula de oro. Parece que este rudimentario sistema no logró los fines deseados. Ciertas leyendas también plantean la posibilidad de que el monarca castellano recurriese a otro remedio, concretamente una pócima realizada con polvo de cuerno de unicornio. Durante la Edad Media fue muy popular la creencia de que el cuerno del unicornio era muy eficaz para combatir muchas enfermedades, entre ellas la impotencia. De ello se aprovecharon los vikingos, que generaron un rentable negocio vendiendo cuernos de unicornio, que realmente eran colmillos de narval.
Las dudas sobre la capacidad reproductiva del monarca constituyeron el argumento principal para la guerra civil que enfrentaría a Enrique IV con sus hermanastros Alfonso e Isabel, que reclamaban los derechos sucesorios al afirmar que la hija del rey, en realidad, era hija de un noble de la Corte, Beltrán de la Cueva, por lo que los enemigos de Enrique IV apodaron a esta niña como Juana “la Beltraneja”. Hoy día se podrían despejar las dudas sobre la paternidad de Enrique IV con un análisis de ADN, pero, como los restos óseos de Juana “la Beltraneja” no se conservan, seguimos hablando de impotencia y unicornios.